El Hornazo

Elaborados con aceite puro de oliva y huevos; en su interior chorizo ibérico, luego se cuece, dando un exquisito sabor.

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Pudo y debió ocurrir así. Hace muchos años; siglos atrás. Un día cualquiera de una primavera cualquiera. Primavera crecida de verano anticipado, caluroso, torrante. Sobre una mambla. Sobre una colina, otero de rabadán. Y allí un pastor —¿Juan, Pablo, José?… ¡Qué más da!— con la mirada fija, absorta, sobre un pan abierto fruto de la última hornada y milagro cotidiano del vivo hurmiento, llama perenne del “matahambres” del pueblo desde más siglos atrás. El aire quieto, paralizado, dejando oír las próximas esquilas, el chirriar de los grillos y el sostenido de las chicharras. Arropando el ambiente, olor a encinas de grandes cabezas; olor de charrería.

Aquel día, sus vecinos celebraban la fiesta de la alquería, pero él, el pastor, hubo de marchar al pastizal con su hato. Sólo una diferencia marcaba el día de fiesta: en su colodra de pastor, primorosa y pacientemente labrada a punta de navaja, aparte del obligado tocino, la mujer —su pastora— había completado el compango con unas tajadas del lomo guardado para los días grandes y, también, con una buena capadura de grasiento chorizo. En el zurrón, unas raspas suplementarias de viejo queso curado, duro y picante para tirar del vinillo.

Sí, sobre el pan abierto, el pastor —Juan, Pablo, José,… ¡Qué más da!— dibujó un mosaico. Las teselas eran tajadillas de lomo, chorizo troceado y láminas de tocino entreverado. Y, respetuoso, quiso domeñar sus apetitos en un acto de voluntad oferente, fija su vista en la paniega mientras el sol clavaba en ésta sus rejones de fuego y la boca se le deshacía en liquida saliva.

Gotas e hilillos de grasa comenzaron a pringar la miga, tiñéndola. El pastor casó las dos partes del pan y apretó fuerte para, otra vez, repetir el rito. De nuevo el sol prosiguió su lenta fritura y con ella la destilación grasienta. Así, dos, tres veces, más hasta que dio por terminado su voluntario suplicio tantalio, arremetiendo con hambre contenida el gran bocado. A nuestro pastor, jamás le supo mejor el refrigerio campestre que aquel día de fiesta.

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En la hora de sestear, acariciando por la modorra, el pastor aún tuvo tiempo para la meditación. Y pensó que el placer de su solitaria cuchipanda fue posible porque el sol se hizo cocinero. Pero ¿qué ocurriría cuando la “gracia de Dios” fuese débil o no quisiese alumbrar en directo al hombre?…. ¿Habría de renunciar él, el pastor, a un gozo semejante?… ¿Por qué no suplir el calor del sol por el del horno de leña?… Y con aquella idea en su magín, simple pero luminosa, regresó junto a la pastora al son cansino de las esquilas.

Otro día, cuando el bolo de masa gramada y reposada, crecida por el humiento, iba a entrar en el horno para transformarse en crujiente hogaza, el cuchillo de la pastora lo abrió por el medio, en horizontal, injertándole jugosas tajadas del lomo de los días grandes y trozos de grasiento chorizo. El horno, caldeado en su punto con rojos rescoldos de encina, elaboró el milagro que dio por resultado el nacimiento de la empanada u “hornazo sapiens”. Luego el tiempo. Y la lógica evolución trajo el resto: con el agua se mezcló manteca, cuando no aceite, al trabajar la masa; otros aditamentos en el condumio de relleno le dieron más variedad; que si huevos cocidos, más baratos, para robar algo de espacio a las caras tajadas; la decoración artesanal y sus brillos; etcétera. Y el paso de una familia a otra y sus rivalidades para hacerlo mejor; y de un pueblo al vecino, hasta que su geografía culinaria —la geografía del hornazo— se ensanchó por tierras del Tormes, y de la Águeda, y del Yeltes, saltando de los llanos y valles a las sierras de montaña; siempre estimulando el ingenio de las gentes hacedoras… No en vano Faustino Cordón nos ha dicho que “cocinar hizo al hombre”.

Así y no de otra forma es cómo me imagino el nacimiento del Hornazo de nuestras tierras, hermano de otras empanadas surgidas, quizá de forma similar en distintas latitudes.

Sí; pudo y debió ocurrir así…

Pero cuando el hornazo adquiere auténtica naturaleza popular es en su arribo a la renaciente capital, en el momento en que toma asiento en las festivas mesas estudiantiles, con autoridad, mandando, mientras el goliárdico “Gaudeamus igitur” invitaba a ruidosas y alegres libaciones.

Hay memoria —harto conocida—, incrustada en las leyendas y costumbres salmantinas, que dice que allá, a finales del siglo XVI, cuando eran superadas las vedas amorosas que imponían las autoridades en los píos tiempos de Cuaresma en que se retiraban obligatoriamente de circulación, aunque de forma transitoria, las mujeres de alegre vivir para no incitar al pecado, se organizaba cada año en Salamanca una popular fiesta consistente en ir a buscar dichas mozas, concentradas en predios tejareños, para reintegrarlas a la ciudad, a su casa de mancebía”, y restituirles de nuevo su específica función social. Era una fiesta simpática, campestre, jaranera, en la que estudiantes, vecinos y chusma bajaban por el Tormes hasta la patria chica de Lazarillo, bien por el camino de sirga o en barcas profusamente adornadas con ramas y flores —hay quien opina que lo de ramera tiene algo que ver con estos adornos florales—, y allí rescataban para la ciudad, para la Salamanca del estudio, parte de su vida hipotecada durante cuarenta largos días. Y al regreso era preceptivo dar, también, al estómago fiesta saboreando el contundente y suculento hornazo. Fiesta del “Lunes de Aguas” porque el lunes siguiente al domingo de cuasimodo era el día elegido. Y fiesta que cuatro siglos después, hoy día, sigue celebrándose sin rameras de “picos pardos”, pero si con el imperecedero hornazo que juega un papel preponderante.

Más, el hornazo se ha adueñado de otras mil fiestas y días, y así lo tenemos presente en cualquier mesa y lugar alegre de nuestras tierras que se precien de saber elegir para cualquier festejo el bocado más excelente.

¡Loa eternal al hornazo, señor indiscutible del mundo de las empanadas!

Por eso en su publicidad se decía… «Prueba un trozo…. de historia»